viernes, 30 de diciembre de 2011

El acta


El siguiente relato nada tiene de ficticio, pertenece al libro de actuaciones policiales del corriente año, de la comisaría 50 del barrio de Flores, Capital Federal.  En necesario aclarar que el agente Enrique L. Pellegrini, redactor del presente informe, en sus horas de ocio, ejerce una ligera afición por la literatura, lo cual no invalida el peso jurídico que pudiera contener dicho expediente.

"Siendo, las 3:43 de la madrugada, el declarante, quien dice llamarse Marcos R. Zavaleta, en pleno uso de sus facultades, con domicilio real en Bonifacio y Varela, Piso 14 Dpto ‘A’, Capital federal, manifiesta: que horas antes, en el susodicho domicilio, soportaba el calor entre húmedas sábanas, en las que dormía profundamente Guadalupe López Ibarra, su esposa de primeras nupcias, con una sonrisa que sugería melifluos sueños. Ese mismo rasgo causaba un sinsabor en Marcos, que la miraba receloso desde su vigilia pesada. El calor hacía del departamento un pozo térmico. Marcos quemaba el tabaco del insomnio recostado en las soporíferas sábanas. Abandonó el lecho con cuidado; ansiaba estar solo y no hubiera sido oportuno que Guadalupe despertara. Decidió abrir una botella de Malbec, tentado por una modesta esperanza: el vino aquietaría sus rencores. Ese antiguo arriero del sueño, tan querido para Marcos, desterraría los duros pensamientos. Descorchó la botella y tomó la primera copa con la esperanza de que el sueño apareciera. Pero el conjuro etílico falló, la magia esperada no se produjo; en cambio, la rumiación mental de la que habla Freud, se incrementó con creciente fárrago. Razón por la cual no pudo salirse de aquel laberinto.

El declarante, Marcos Zavaleta prosigue su declaración y manifiesta que comenzó a pensar en las tantas horas que él le había entregado, en las tardes que ella le había arrebatado, en esas tardes en que ella le había ennegrecido el hastío, poblándolo de inútiles consejos, delirantes y bizarros espectáculos. En esas tardes en que él podría simplemente haber compartido un café con un amigo, o haber salido a caminar por el barrio, simplemente caminar un rato por el barrio. En cambio, se había quedado en casa todas esas tardes y muchas otras anteriores, a soportar sus chismes intrascendentes y sus arrebatados comentarios. Todo eso sin tener en cuenta las malas noticias que le prodigaba día a día. Pareciera que se proponía oscurecer totalmente su ya bastante turbia visión del mundo.

Luego de un rato sumido en esas reflexiones, según el compareciente, el calor insoportable de aquella fosa volcánica que era su cocina, lo incitó a ir hacia el balcón. Una suave brisa acariciaba los inmunes edificios. El pasar de un taxi en la profundidad del abismo, apenas hería el silencio nocturno. Mientras balanceaba la copa procurando evadir los escabrosos pensamientos que había elucubrado quizás inconscientemente durante toda la semana, sentía cómo el espíritu del vino le inyectaba resentimientos de todo tipo. Sus estómagos freudianos le devolvían radicales fantasías y en cada momento una secreta voluntad, un insondable pensamiento, insinuaba aquella oscura idea. Contemplaba la heterogénea nebulosa de luces amarillas y celestes de la ciudad, en su silencio estelar. Luego viraba su mirada hacia la habitación, a través del ventanal, veía la desnudez de Guadalupe entre las sábanas un poco húmedas y arrugadas.

Nuevamente, el infame discurso interior (según su propia declaración) llegaría acaso, a arrastrarlo al desquicio. ¿No estaba harto ya de aquel insoportable y ajeno proferir de nuevas aciagas, de ignominiosos intentos de distraerlo de su realidad, para transportarlo hacia una crasa cueva platónica, de la cual era perfectamente inútil cualquier intento de evasión o escape, dada su naturaleza hipnótica? ¿Acaso no estaba cansado ya de la innumerable cantidad de horas que había desperdiciado a su servicio, a su vaga compañía, y que nunca recuperaría? Reconoció que en ese momento estaba comenzando a ser poseído por un impulso extraño y violento. Bebió otra copa cuando un suspiro de rencor y desazón lo invadió. Mordía cada trago. Pensó en retrospectiva y vio que las incalculables ocasiones que él había sido casi su esclavo no sirvieron más que para formarse perjuicios que irían siempre en contra de sí mismo. Rumores incompletos, inconexos y completamente inútiles, mediocres relatos de historias triviales pertenecientes al entorno social que ella le prodigaba diariamente, intentos de seducción de la más baja calaña, infames propuestas bajo unas no menos indecentes y tristes promesas de felicidad y de comodidades burguesas. Y de pronto giraba la cabeza y allí (aún) estaba ella, aliviándose de su largo día de palabrerío y de advertencia. Y no podía decir que la quería porque no la había elegido, porque era su súbdito desde siempre. Pero las palabras volvían con acre irreverencia: otra vez comenzaría al día siguiente otra de sus interminables peroratas caóticas y protocolares, siendo insoportablemente tediosa y gritona, como lo había sido siempre. Y luego volvía a mirar la habitación desde fuera del ventanal, descansando de su fastidioso vómito diurno. Guadalupe se acomodó perezosa en la cama, quizás movida por algún intranquilo sueño. Después, Marcos empujó el último sorbo de vino con la vista en la lejanía, con la vista de quienes no están ya en el mundo de las hipótesis, sino en el mundo de los actos, lejos ya de las suposiciones y de las posibilidades, en el mundo de las acciones, en el mundo de los verdugos.

Entonces, siendo aproximadamente la hora 2:13 de la fecha, Marcos, con magnánimo aplomo, se irguió, arrojó la colilla hacia el vacío, luego entró, decidido y silencioso. Primero la privó absolutamente de energías con un drástico movimiento. Luego la absolvió completamente del ámbito corpóreo y virtual en el que se encontraba. Con sus fuertes brazos la levantó, sintió que no pesaba tanto como parecía. Sin vacilar, la llevó hasta el balcón, con una rodilla se ayudó cuando el balaustre intentó ser el único obstáculo. Finalmente, sin pronunciar palabra, la condenó al vacío y a la nada. Catorce pisos sintieron la ráfaga producida por aquel cuerpo ignorante de su fatal destino. Marcos contempló el fin en el centro de la calle. Finalmente, con siniestra sonrisa, se recostó en el lado izquierdo de la cama. Entonces, sintió en su espalda la fría prueba de aquella aniquilación. Acto seguido, arrojó por el mismo ventanal, el control remoto.

Concluyendo el presente informe, se retiran a sus respectivos domicilios, la señora Marta Eleonora Crespo Ibañez, representante del consorcio del edificio correspondiente al susodicho departamento donde se ocasionara el hecho sujeto de la presente acta, en calidad de testigo ocasional; y el señor Marcos Ramón Zavaleta, finalizando el acto y para constancia, firman al pie y de conformidad, en el día de la fecha consignada."

viernes, 22 de julio de 2011

La oferta

El Migue es uno de los parroquianos que toman café y juegan al ajedrez en El Molino, donde trabajo desde hace catorce años. Tiene la cara redonda, ojos de lince urbano y el aplomo del hombre que conoce bien las leyes y las trampas de la calle. Es uno de esos tipos que alardean todo el tiempo mientras juegan al dominó, y luego cuando se burlan de alguien o ganan pequeños desafíos, uno se da cuenta que efectivamente tenían razón, que sus tretas funcionan. El Migue es, según él mismo de llama, un Licenciado en la Universidad de la Calle. Yo, que pasé los primeros años de mi vida en un pueblo en el norte de Catamarca, donde hay más respeto a la hora de hablar y menos tiempo que perder, nunca pude lidiar con sus bromas pesadas, ni con las carcajadas hirientes que provocan en los demás. Es por eso que poco a poco comencé a odiarlo. A odiarlo tan profundamente que muchas veces pensé sacarle los ojos con una cuchara delante de todos los otros fracasados.  Al Migue lo odié durante años. A veces menos, a veces más, pero siempre latía en mi corazón el rencor de haber sido objeto de sus burlas, y el temor de volver a serlo. Me molestaba todo el tiempo, y luego festejaba con tanta alegría, con tanta insistencia, que durante un tiempo pensé en atravesarle el cuello con un palo de billar. 
A veces, cuando yo tenía unos minutos libres, le pedía permiso a don Zacarías para fumar un cigarrillo. Entonces, encendía un Particulares 30 sentado en una banqueta y lo fumaba lo más tranquilamente que podía. Aunque no lo terminara, aunque quedara poco menos de la mitad en el cenicero, esas pitadas me daban ánimos para seguir con el trabajo. Muchas veces el Migue se acercaba por detrás, con una cucharita escondida en una mano. La cucharita guardaba una pequeña gota de café con leche, y cuando yo extendía mi brazo hacia atrás con la vista puesta en el televisor, el Migue vertía esa gota sobre la brasa. Muchas veces sólo él encontraba gracia en esas estupideces. Yo lo sé porque los otros apenas miraban mi estupor al ver el cigarrillo apagado y sonreían fugazmente, luego volvían a sus sesudas partidas de ajedrez, o a arreglar el fútbol del país.
Pero cuando el Migue hablaba de negocios, entonces sí, entonces realmente, me atacaba un envenenamiento, de odio y rencor, de vergüenza ajena, de ganas de romperle una silla en la cabeza. En esas charlas a los gritos, donde él sabía siempre la razón por la cual fulano había quebrado, y las circunstancias exactas en las que floreció el negocio de mengano, mi cerebro se atoraba, como un engranaje roto, resonaba en mi mente la idea de pegarle un bandejazo y decirle en la cara que si tanto sabía sobre negocios, por qué no era él mismo próspero y acomodado, como algunos de los otros cafeteros que recalaban en El Molino. En cambio, el Migue era un mísero comerciante que había llevado a la quiebra varios emprendimientos comerciales en los noventa, desde canchas de Paddle, hasta rotiserías vegetarianas. Todos sabían eso, todos callaban cuando el Migue opinaba elocuentemente sobre si ésta o aquella esquina era un buen punto comercial, haciendo rápidas cuentas sobre cantidad de empleados y alquiler en relación a sus proyecciones de ventas. Porque aunque yo era mozo, además tenía -y aún tengo- en mi casa un almacén que atiendo ayudado por mi señora y los chicos. Yo sí sabía cabalmente (aún lo sé) lo que cuesta mantener un negocio y me irritaba muchísimo que aquel ineficiente, aquel charlatán, aquel mantenido, se esforzara por parecer siempre el más inteligente, el más experimentado de la mesa, instruyendo a los demás sobre el destino de sus dineros. Hablaba de cifras inmensas sin mostrar la menor vergüenza o remordimiento de no poseerlas. De cuánto generaba en utilidades una topadora usada que estaba en oferta a quinientos mil pesos, o una flota de taxis que igualmente estaban lejos de su ínfimo alcance económico. En suma, él sabía todo acerca de todas las formas de volverse millonario sin trabajar demasiado. Y yo vivía amargado en el trabajo porque su presencia diaria me irritaba cada vez más. 
Hasta que una noche de navidad, en casa de unos primos, conocí al señor Zong. Aquella noche habíamos ido con mi esposa y los chicos. Recuerdo que abrimos una botella de sidra en el camino y convidamos al taxista en un vaso de acero inoxidable. El hombre se tomó en el viaje tres vasos de sidra helada, pero igualmente nos cobró la tarifa doble que correspondía porque eran pasadas las diez de la noche. A mi mujer le disgustó mucho ese aumento. Yo pagué sin chistar, era nochebuena.
Una de mis primas anunció durante el brindis que se casaría con el señor Zong en marzo. Llegadas las doce, comimos y bebimos como es costumbre. Después de las doce me senté en la vereda con un vaso grande de vidrio repleto de sidra. En eso llegó el futuro esposo y nos pusimos a conversar. Era un hombre robusto, de piel oscura, manos grandes, con los ojos rasgados. Creo que porque me impactó el tamaño de sus manos le pregunté a qué se dedicaba. El evadió mi pregunta y en su tono de voz noté que hablaba en perfecto argentino. Después hablamos de fútbol y la casualidad de que fuéramos ambos del mismo equipo hizo que siguiéramos hablando casi toda la noche. Así nos hicimos amigos, tanto que después de varias sidras le conté de mis padecimientos en el trabajo con el insoportable, con el irritante Migue. Me dijo que me iba a ayudar. Después seguimos conversando de otras cosas. A lo lejos se escuchaban algunas explosiones tardías de navidad.

Una semana más tarde, entró el señor Zong al Molino. Pidió café como si no me conociera. Se lo serví del mismo modo. Y se sentó en la mesa que está debajo del televisor. Se estuvo callado escuchando las pavadas que a los gritos discutían el Migue y los otros parroquianos durante un rato y luego se fue. Hizo lo mismo durante los días siguientes. Tan profundo era su silencio, tan desinteresada era su mirada, tan ceremonioso su modo de fumar, que los ajedrecistas me preguntaron quien era ese chino que se sentaba bajo el televisor. Por supuesto, les dije que no lo conocía. Los cuarentones se encogieron de hombros y siguieron moviendo las fichas y maltratando el reloj, enfocados en la pasión del tablero.
Pero el Migue no se callaba, continuaba hablando a los gritos de cómo hacer dinero, dónde estaba el gran negocio. Citaba a Marx para básicamente decir que lo que era necesario era tener un buen capital. “Dinero para hacer más dinero” decía. O gritaba: “¡Pero si lo más difícil es hacer el primer millón, después te vas solo!” cuando alguien se animaba a dudar de sus teorías económicas consistentes en estimativos de la diferencia de ganancia que puede generar el helado de dulce de leche frente al de limón y otras especulaciones por el estilo.
Durante esos días el señor Zong lo escuchaba atentamente, mirándolo con firmeza y sin que su rostro esbozara un sólo gesto. Pero Migue, en su actitud ciega, casi no advertía esas sostenidas miradas y seguía con sus discursos a grandes voces, repitiendo siempre la misma idea.
Hasta que una tarde por fin advirtió la presencia del señor Zong. Entonces éste lo llamó y le dijo que tenía un negocio que ofrecerle, que hablaran más tarde en privado y que seguro al Migue, le interesaría. El insoportable elevó bruscamente el rostro, y cambió de humor inmediatamente. Se volvió hacia la mesa donde jugaban al ajedrez y pareció turbado durante los minutos siguientes. Ocultaba su sorpresa, su curiosidad, con una afectada sonrisa y unos extraños buenos modales.
Así permaneció una media hora, mientras el hombre de negro seguía mirando por la ventana en silencio.
Hasta que en un momento se levantó pesadamente y pidió la cuenta. Me dejó buena propina, y salió a la vereda sin siquiera volverse. Pero desde afuera, como acordándose de algo que olvidara, hizo una señal al Migue, llamándolo. El otro salió interesado, mísero, rastrero, a su encuentro.
Afuera mantuvieron una breve charla de pie, luego se sentaron en una de las mesas de la vereda. Al señor Zong le llevé otro café; al Migue, el miserable vaso de soda helada que siempre pedía. 
Ahí se quedaron conversando durante largo rato. Luego el señor Zong se despidió con una brevísima reverencia. Nunca más volvió a pisar El Molino.
Cuando el Migue entró al bar, estaba lívido. Su rostro no era capaz de expresar absolutamente nada. Sus manos se movían lentamente en busca de los cigarrillos palpando con descuido el bolsillo de la camisa y los del pantalón. Su mirada no podía detenerse en el tablero de ajedrez, ni en la mesa de dominó, ni en los ojos desatentos de sus amigos. Me pidió un café cargado y se sentó solo en una mesa en el fondo del salón, cerca de los baños. Pensativo, se demoró una media hora en terminar ese café, mientras llenaba el cenicero de puchos a medio fumar. Luego se levantó y se fue. 
Durante los días siguientes a aquella tarde el Migue seguía igualmente grave, preocupado, sombrío. Los otros parroquianos notaron ese cambio. Alguno le preguntó qué le sucedía. “Nada, nada” contestó el irritante, y se fue al baño rápidamente. Ese drástico cambio en su comportamiento duró un par de semanas; después, paulatinamente volvió a ser el mismo imbécil de siempre. Las chanzas estúpidas, la voz de latón, volvieron y también volvió a hablar de los posibles negocios millonarios que sólo él conocía.

En marzo, en el casamiento de mi prima me volví a encontrar con el señor Zong. Hacia el final de la fiesta nos pusimos a conversar en privado en el jardín, lejos de la música. Ambos teníamos una copa de vino en una mano y un cigarrillo en la otra. Allí me contó brevemente aquella conversación que tuvo con el Migue. Le dijo que él trabajaba para una importante organización del Asia y que durante esas tardes que pasó sentado en la mesa de debajo del televisor, había escuchado, por pura casualidad, los acertados puntos de vista del Migue respecto de los negocios y la economía. Para el señor Zong, era evidente que el Migue conocía a la perfección la naturaleza del dinero y las condiciones necesarias para generarlo rápida y fácilmente. Le dijo también que tenía una oferta para hacerle, ya que era él, el Migue, el hombre indicado para tomarla y aprovecharla. La oferta consistía en un préstamo de dos millones de pesos. Efectivamente, era el equivalente al valor de cuatro topadoras usadas, o a una flota de unos cuarenta taxis cero kilómetro. El préstamo tenía, por razones del origen espurio del dinero, ciertos beneficios, entre los cuales resaltaba el hecho de carecer totalmente de interés y un plazo a pagar de ocho años. Es decir, no pagaba intereses y tenía ocho años para devolver los dos millones. Con lo cual, le sería sumamente rentable y saldría disparado hacia la clase alta en poco tiempo. Era, en fin, una gran oportunidad de salir de una vez por todas de la miseria de los pequeños negocios fracasados por falta de capital. Por otra parte no era necesario firmar absolutamente nada, ni justificar ingresos ni estados impositivos al día, ni ninguno de esos complejos requerimientos con que habitualmente los bancos desaniman a sus deudores. Eso sí, la garantía era su vida y la de su familia. Si no devolvía el importe en tiempo y forma, las consecuencias recaerían sobre todos ellos. Simple, rápido, fácil, verdadero, así era el préstamo que le ofrecía la Mafia China.
Hoy el Migue sigue viniendo a El Molino. Igual que siempre, sigue vociferando a todo volumen sus capacidades de predicción de oportunidades en materia de negocios, su sabiduría de la calle, de la vida, de los emprendimientos altamente rentables que esconde la ciudad y que los otros no aprovechan porque no se despiertan de una vez por todas. A veces, cuando está poseído por ese furor imaginativo, estadístico, contable, me llama para jugarme alguna de sus grotescas bromas. En esas ocasiones, por un momento, me mira a los ojos. Y yo veo en su mirada alegre, maligna, sus infantiles intenciones. Entonces, le digo casi con placer porque ya no lo odio, le digo casi con piedad: Sí señor Miguel, a la orden.

martes, 21 de junio de 2011

ENTREVISTA A PEDRO MAIRAL

"No me gustan los autores que le explican al lector dónde están las partes importantes"


Domingo 19 de Junio de 2011 | El autor de Una noche con Sabrina Love, libro que le valió el Premio Clarín de Novela en 1998, habla sobre sus comienzos como escritor, de sus novelas y del programa que co-conduce en el canal Encuentro, donde llevan al comic grandes novelas del siglo XX. Este viernes será entrevistado por Maximiliano Tomas, con entrada libre y gratuita, en el Centro Cultural Virla.

Por César Di Primio
Para LA GACETA - Tucumán

- ¿Cuándo comenzaste a escribir y bajo qué inquietudes?
- Ya escribía letras de canciones cuando empecé a dejar Medicina y me puse a escribir cuentos, y unas prosas medio poéticas. Leer me dio ganas de escribir. Estaba preocupado, en ese tiempo temía que mis padres se enojaran porque yo estaba dejando la carrera, entonces simulaba que iba a la facultad, pero iba al bar, desde la mañana hasta las tres de la tarde, y ahí leía mucho. Esas lecturas de cuentos de Borges y Cortázar me dieron ganas de escribir, de decir mis cosas, de desarrollar mis dudas, mis preguntas. No tenía certezas, sino una gran incertidumbre sobre mi persona, sobre mi paso a la adultez. La escritura me ayudó a juntar mis cabos sueltos, a convertirme en la persona que soy.

- ¿Tenés supersticiones o condiciones particulares para escribir?
- Ahora, cada vez más, necesito plazos de entrega. No escribo mis artículos o columnas hasta que no siento que está por tocarme el timbre el editor. Escribo con la soga al cuello, pensando que si no entrego me echan. Me está costando escribir sin plazos y sin algún marco temático. La libertad total de tiempo, número de caracteres y tema, hoy día me parece un infierno de silencio del que no sabría cómo salir.

- En Una noche con Sabrina Love, el protagonista es un chico de campo que, tras un poco de suerte y mucha determinación, se encuentra haciendo realidad sus sueños. ¿Cuánto tiene de autobiográfico esa novela, antes y ahora, considerando que con ella ganaste el Premio Clarín en 1998, y que luego fue llevada al cine con muy buen resultado?
- Esa novela tiene quizá una mirada sobre el mundo que se parece a la mía a esa edad. Yo viajaba mucho a Entre Ríos, solo. Desde los 14 años, viajaba en micro y haciendo dedo. Y toda esa ruta que describo es la misma que conocí esos años. Pero el protagonista no soy yo, sino quizá un hermano menor que no tengo. Después, a Sabrina Love, desgraciadamente, la tuve que inventar. Me hubiera gustado conocerla.

- Tus textos tienen un aire descontracturado, informal, pero al mismo tiempo se siente el cuidado por las palabras, por una profundidad escondida entre simplezas. ¿Cuánto hay de intencional en eso?
- Si hay profundidad en mis textos, no me gusta señalarla: prefiero que la encuentre el lector. No me gustan los autores que le explican y le señalan al lector dónde están las partes importantes y profundas. Yo prefiero dejarle la silla vacía al lector para que ocupe ese lugar y entienda a su manera. Prefiero no subestimarlo. Mis textos nacen de situaciones que imagino; a veces tienen alguna relación con mi vida, pero pueden ser cosas que casi me pasaron, que temí que me pasaran, o que me hubiera gustado que me pasaran. Son como sueños diurnos que a veces quedan en eso y otras veces se vuelven muy presentes y me reclaman que los escriba.

- En El año del desierto, tu segunda novela, la historia argentina vuelve atrás hasta colapsar. ¿Es para vos una novela pesimista a nivel político? ¿Hay una intención de simbolizar el avance de una intemperie cultural o ética en la actualidad?
- Sí, El año del desierto es una novela bastante pesimista; de hecho exagero la crisis hasta una destrucción total de la Argentina. Y supongo que también es política. Pero tengo que confesar que una vez que yo ya había escrito la novela me di cuenta de que, inconscientemente, había hablado de la enfermedad de mi madre. Esa intemperie que avanza y se va comiendo la ciudad y la vuelve hacia el pasado, es como la enfermedad que avanzó sobre mi madre hasta enmudecerla. Por eso digo que la lectura que se haga de esa intemperie queda un poco en la opinión del lector. Uno como autor no sabe bien qué está escribiendo, o qué significa lo que escribe. No digo que uno sea ingenuo, sino que hay como unos ríos subterráneos que actúan en la escritura de una manera que uno no controla.

- Estás en el programa televisivo Impreso en Argentina. Allí trasladan textos célebres de la literatura argentina al comic. ¿Cómo se concibió ese proyecto? ¿Harán un programa sobre El año del desierto?
- No, no hay libros míos en el programa. Son todas novelas del siglo XX, de autores consagrados y ya muertos. Me convocaron de la productora para conducir el programa junto al dibujante Juan Sáenz Valiente y acepté. Da mucho trabajo pero vale la pena. El programa sale por canal Encuentro y está apuntado a los adolescentes y también al público en general. Es un muy buen equipo de trabajo. Si logramos contagiar algo de entusiasmo por los libros que tratamos, entonces se justifica lo que hacemos. Esa es la expectativa.

- ¿Cómo ves el futuro de los libros en papel ante el creciente advenimiento de los soportes digitales?
- Supongo que las bibliotecas se van a achicar. Tengo muchos libros que me gustaría tenerlos digitalizados. Pero creo que van a convivir armoniosamente el libro de papel y el digital. Sin competir. El libro digital va a ser una biblioteca portátil y el libro de papel va a ser lo que ya es: una versión unplugged que baja la ansiedad, que no se enchufa ni se rompe ni se le acaba la batería ni se cambia de canal ni te lo roban.

- Autores como Fabián Casas, Rodrigo Fresán, Washington Cucurto, ¿qué opinión te merecen?
- De Fresán recuerdo haber leído Historia Argentina; algunos cuentos, como El aprendiz de brujo o El protagonista de la novela que todavía no empecé a escribir, me gustaron mucho. A Casas y a Cucurto los conozco, los admiro y leo todo lo que publican. A ambos les debo mucho, porque siempre los leí fijándome cómo escriben para influenciarme; en el caso de Cucurto, de su desparpajo y potencia expresiva; y en el de Casas, de la precisión melancólica de sus poemas, que funcionan como un golpe de karate emocional.
© LA GACETA

César Di Primio -
Ensayista y cuentista.

PERFIL

Pedro Mairal nació en Buenos Aires en 1970. Recibió el Premio Clarín de Novela en 1998 por Una noche con Sabrina Love, que fue llevada al cine. Entre sus libros se destacan la novela El año del desierto y los cuentos de Hoy temprano. Su obra fue traducida a varios idiomas. En 2007, fue incluido, por el jurado de Bogotá39 entre los mejores escritores jóvenes latinoamericanos.

martes, 3 de mayo de 2011

Reseña de El nuevo paraíso de los tontos (Hernán Casciari)

Cuento
El nuevo paraíso de los tontos
HERNÁN CASCIARI
(Plaza & Janés - Madrid)

Konrad Lorentz, el famoso etólogo, observó a mediados del siglo XX que, al cabo de unos 100 años, el cociente intelectual promedio de la humanidad bajará en un importante porcentaje. La razón: la cultura humana desobedece ciertamente las leyes naturales de la evolución, dando a los menos aptos, a los menos lúcidos, la posibilidad de reproducirse, disminuyendo así la calidad intelectual promedio de los herederos. Así entendida esta predicción, no se produce la darwiniana Selección Natural, sino una atenuación de uno de sus mecanismos esenciales, liderada por el cuidado de la supervivencia de quienes en otras especies simplemente son eliminados por el medio.
Hoy acudimos a esa realidad de proliferante tontera mundial, nos dice Hernán Casciari con su nueva publicación, compuesta por cuentos y ensayos que ya fueron leídos por miles de lectores en su blog.
Historias de tinte clásico aparecen en un tablado contemporáneo, cuyo signo es el popular acceso a la tecnología, y sobre todo a Internet. La misma tecnología que disfrutamos nos condiciona a un nuevo modo de vida, a un modo del que es prácticamente imposible escapar. Estas circunstancias, que cambiaron dramáticamente nuestra posición en el mundo, conforman el hilo conductor del libro. Un historial del explorador de la web, un mensaje de texto olvidado en un teléfono celular, desatan historias de todo tipo, desde humorísticos desenlaces hasta dramáticos finales. Sobre el estilo literario baste decir que el autor, confeso admirador de Camilo José Cela, de Borges y de Rulfo, ejerce una mezcla de elegancia y desfachatez, con agradable y agudo resultado.
Además, ágiles ensayos, plagados de humor y de agudeza, ejecutados en un lenguaje claro, preciso, relajado, y que esencialmente versan sobre la interacción entre los hombres a partir de la tecnología hacen del libro un disparador de heterodoxas reflexiones.
Para algunos de nosotros es habitual contactarnos con nuestros amigos a través de Facebook o buscar una etimología en Google. Sin embargo, esos cambios implican radicales modificaciones en nuestras vidas, y sólo algunos pueden ver con tanta claridad y decir con humor y buen tino como el autor.

Del blog al libro
En ediciones de papel, la literatura es cada vez más imperceptible (no más escasa) entre la rumbosa vorágine de libros, revistas, revistas literarias, antologías, biografías, propagadas por el mercado y las editoriales. Además, hoy la literatura flota en el oleaje de la tecnología, de esa nueva dimensión polícroma y virtual que tiene nuestro siglo. Permanece en los resquicios (aunque sin ocultarse) de las épocas y de las ideologías. Siempre nueva, siempre joven, la literatura no se hunde en la chatura de lo cotidiano, de lo laboral, de lo ortodoxo. Cervantes la ejerció desde la celda. Cortázar, desde la soledad y la pobreza. Cascicari desde un blog, un sitio de Internet que, ya evaluado por lectores de varios continentes, ahora aparece en papel, para beneplácito de los que conjugamos lectura y sofá.
© LA GACETA

César Di Primio

domingo, 23 de enero de 2011

Cuento
TODOS LOS CUENTOS
MARCOS AGUINIS
(Sudamericana - Buenos Aires)

Julio Cortázar postuló alguna vez que un buen cuento es como un enfrentamiento entre boxeadores, en el que, cuando hay arte, el escritor gana por knock out. Pero ese golpe definitivo no está solamente en el final del texto, ni en el uso de las palabras como abalorios de una anécdota, sino en la sutil emboscada, en la ausencia de elementos meramente decorativos, en lo que hay de fantástico o de esencialmente humano en los personajes, en la inteligencia de la trampa que tiende el escritor sobre las capacidades predictivas del lector.
Así, el último libro del prolífico y exitoso Marcos Aguinis, aparece como un contraejemplo de esa teoría. Abundante en metáforas y en sinónimos, el libro parece remedar estilos consolidados por otros escritores con igual o menos erudición pero con más personalidad.
Unas veces creemos estar leyendo a Borges, o a algún famélico imitador de su abrumador ingenio; otras, al más innovador Saramago, pero siempre tenemos esa sensación de desgano, de exposición forzada, de etiqueta, acaso incitada por el prólogo de un escritor que se niega a ejercer, por lo menos, la falsa modestia.
El uso del humor merece otra mención: un niño, un cachorro, un borracho, nos parecen graciosos porque muestran sus falencias con seriedad, sin ánimos de parecer hilarantes. Lo anterior es diametralmente opuesto a lo que sucede en cuentos como Operativo siesta o en Los tres informes del continente vacío.
Resulta impactante además, el amplio uso del léxico y de ciertos recursos típicamente literarios, tales como clichés cinematográficos y metonimias usuales. Los discursos varían bastante entre cuento y cuento, en alguno aparece el saber del reputado neurocirujano; en otros, la voz solapada del hombre de campo. Todos son siempre fríamente estudiados, siempre excesivamente "literatos", en el sentido más chato de la palabra.
Un caso de literatura formal, correcta, esquemática y previsible es lo que espera al lector en este producto literario.
© LA GACETA

domingo, 16 de enero de 2011

En la vereda

El reloj acaba de dar las siete de la mañana, el sol tenue de julio comienza a pintar de leve ámbar las casas bajas del pueblo. Las descascaradas paredes y las cerradas copas de los árboles de la vereda, devuelven un pálido reflejo sobre el rostro de Nélida. Ella barre la vereda, con paciencia, baldosa por baldosa, pequeñas hojas de naranjo agrio y un poco de polvo y de papelitos que dejó el día anterior, todo eso barre Nélida hacia el cordón cuneta. Nélida barre la vereda y lo hace en silencio, con devoción, con extrema lentitud y prolijidad, barre los papelitos suavemente, los arrea hasta ese pequeño montículo que hizo en el cordón cuneta, depositando cada carga de tierra y hojas y papeles con gesto sereno, como si lo allí dejado no pudiera volver a subirse ante la menor brisa causada por un vehículo al pasar.
Nélida barre la vereda. Sabe que mientras más tiempo tarde en esa ritual tarea, menos tiempo deberá permanecer en la caliente y sofocada cocina de su casa. Allí Juanjo, su esposo, con la taza de café en una mano y una tajada de pan en la otra, desayuna con la mirada perdida en una grieta de la pared, cerca de la ventana, donde despierta una pequeña araña. Juanjo no piensa en la araña ancestral que teje su laboriosa trampa, ni piensa en la grieta que quizás se deba a un caño roto de la cocina. Juanjo sólo desayuna y al terminar, saldrá como todos los días, en su gastado traje de obrero raso, de simple operario, hacia la fábrica. Y Nélida lo despedirá en la puerta de casa, mientras barre la vereda.
Nélida barre, pensativa, paciente. Los chicos aún duermen, los tres en la misma habitación. Los tres se levantaran a su tiempo, con la misma pereza cotidiana, cuando ella los llame, como siempre, primero dulcemente y luego a los gritos. Nélida lo sabe, sabe que no querrán levantarse, que dirán cosas absurdas en sueños, y que sus gritos serán una máscara de enfado. En tanto, Juanjo sale de casa, cruza la puerta rumbo a la esquina donde subirá al ómnibus que lo traslada a la fábrica, en la puerta saluda a Nélida, que barre la vereda.
-Chau.
-Chau.
El aire matinal proyecta un velo traslúcido en cada exhalación de Nélida, el aire matinal está más frío porque ha salido el Sol de invierno en el pueblo y en Argentina. Y Nélida recuerda. Recuerda no muchos años atrás, cuando sus hijos eran pequeños, y su hermano, Rubén, para ayudarla, le instaló en ese cuarto que daba a la calle, un pequeño negocio de servicio de Internet, que fue un Cíber más en el auge tecnológico de aquellos tiempos. Recuerda las amarillentas computadoras que lo integraban, y las tardes en que ella atendía a los variopintos clientes de su modesta empresa: desde los púberes del barrio que jugaban a ser asesinos y gritaban permanentemente en el estrecho saloncito, hasta las señoras perfumadas que querían enviar un e-mail a su hijo exiliado del país por la crisis económica.
Nélida recuerda todo eso mientras barre la vereda, mientras sacude la escoba contra el árbol de naranjas agrias que, estúpidamente según ella, plantan las municipalidades en su provincia criolla, pues son árboles horribles, de poca sombra y frutos amargos, nada comparables a los elegantes plátanos que tapizan las veredas de Madrid. Nélida barre la vereda mientras recuerda aquel año en que atendía el Cíber que le instaló su hermano con el aguinaldo más unos pesos ahorrados que tenía. Oye un ruido en la cocina, es su hijo mayor, calentando el café, pronto saldrá rumbo a su trabajo, pedaleando alegremente hacia el almacén de don Genaro.
- Chau mamá, ¿te traigo algo?
- Si, un kilo de harina y cincuenta de levadura, decíle que me lo anote.
- Bueno, chau.
- Chau.
Nélida barre y recuerda. Recuerda aquel año en que apurados por la situación económica, y alentados por una mísera esperanza, hicieron ese esfuerzo grandísimo y pusieron el cíber-café en la piecita de adelante. Recuerda con que amable prestancia despachaba a los clientes:
-Hola señora Nelly ¿tiene máquina?
-Hola Brian, sí, sentáte en la cuatro… ¿tiempo libre?
-No, déme media hora.—decía el niño, mientras se sentaba, dando sutiles golpecitos a las teclas y manejando el mouse con una destreza que parecía innata.
Nélida, con la escoba en una mano, atisbando la neblina que se disipa en la calle, recuerda ese año en que su hermano le puso el negocito de seis viejas computadoras para paliar la situación de aquel año en que se le venció la pensión. Y recuerda también aquella mañana en que conversó por primera vez con Esteban, ese españolito loco que la hacía reír con las galanterías que escribía por internet, por esa entelequia fantasmal y comunicativa llamada Messenger.
Recuerda cuando, ante la mirada indiferente de Juanjo, se vestía casi de gala a las cuatro de la tarde para atender el negocio, para lucirse por la web-cam con Esteban. Recuerda aquel vestido escotado, aquellos pendientes cubanos, los zapatos de taco perfume, el excesivo maquillaje, las ganas locas de charlar mediante un teclado y una pantalla, con ese galleguito galante, locuaz, ingenioso, que se llamaba Esteban.
Nélida sostiene la escoba y recuerda. Aquello no ocurrió mucho tiempo atrás, apenas hace dos años, pero a ella le parece haberlo vivido siglos atrás. Se estremece, y se sostiene del naranjo agrio que tanto odia, porque recuerda lo que hizo por aquel españolito enamorado. Recuerda, incrédula, aquella tarde de invierno en que fue secretamente a la oficina de correo a buscar el pasaje que le enviaba su Quijote de la Mancha, como lo llamaba a pesar de no haber leído siquiera una página del famoso libro de Cervantes. Recuerda vagamente los intrincados trámites de adquisición del pasaporte, las horas de viaje a Buenos Aires; recuerda el silencio que guardara hasta el último momento, las ganas terribles de llorar pero también de reír, de romper todos los platos, que le provocaba aquella decisión. Nélida barre la vereda y recuerda, recuerda el preciso momento en que llamó por teléfono desde Ezeiza, antes de abordar un increíble avión, entre desconocidos e indiferentes pasajeros. Recuerda cuando llegó y Esteban la recibió, alegre, extraño, exaltado. Pronto la envolvió con lisonjas y modestos regalitos que eran todo para Nélida. Recuerda aquella loca aventura de ser joven nuevamente, y dejar todo y ser mujer, en los brazos de Esteban, en las calles de Madrid, en la Cuesta de San Vicente, en el Estanque del retiro, esos besos y esas borracheras diurnas con vino tinto y hoteles baratos, en aquel caliente laberinto que era Madrid aquel verano.
Nélida barre la vereda y recuerda, en silencio, con postura sacrosanta de vitral bizantino, aquella miserable existencia sudaca que hubo de sufrir luego de que Esteban desapareciera una mañana. Recuerda la simple nota que le dejara comunicándole que él tenía familia en Barcelona, que no se molestara en buscarlo, que habían sido los dos meses más maravillosos de su vida pero que era necesario ese fin.
Nélida barre y recuerda el hambre y la desesperación, la incertidumbre suprema en aquella pensión que consiguió, aquellas largas horas de trabajo para volver, de trabajo cruel que por el mísero dinero ejerció. Recuerda las largas llamadas a Argentina, los interminables perdones y culpas que se repartían con Juanjo, que lloraba sin fin. Recuerda finalmente el día que pudo regresar, cuando subió al avión sin un centavo, con la desesperanza de rehacer su vida moral en el pueblo, su imagen en el barrio, extrañando a su marido y a sus hijos. Recuerda parte del viaje de vuelta, y recuerda cuando su hermano la trajo desde Buenos Aires a este mismo pueblo, a esta misma casa cuya vereda ahora barre. Ahora Nélida aleja su mano del árbol, sonríe levemente. Luego entra a la casa y cierra la puerta.

CD
16-7-08