viernes, 30 de diciembre de 2011

El acta


El siguiente relato nada tiene de ficticio, pertenece al libro de actuaciones policiales del corriente año, de la comisaría 50 del barrio de Flores, Capital Federal.  En necesario aclarar que el agente Enrique L. Pellegrini, redactor del presente informe, en sus horas de ocio, ejerce una ligera afición por la literatura, lo cual no invalida el peso jurídico que pudiera contener dicho expediente.

"Siendo, las 3:43 de la madrugada, el declarante, quien dice llamarse Marcos R. Zavaleta, en pleno uso de sus facultades, con domicilio real en Bonifacio y Varela, Piso 14 Dpto ‘A’, Capital federal, manifiesta: que horas antes, en el susodicho domicilio, soportaba el calor entre húmedas sábanas, en las que dormía profundamente Guadalupe López Ibarra, su esposa de primeras nupcias, con una sonrisa que sugería melifluos sueños. Ese mismo rasgo causaba un sinsabor en Marcos, que la miraba receloso desde su vigilia pesada. El calor hacía del departamento un pozo térmico. Marcos quemaba el tabaco del insomnio recostado en las soporíferas sábanas. Abandonó el lecho con cuidado; ansiaba estar solo y no hubiera sido oportuno que Guadalupe despertara. Decidió abrir una botella de Malbec, tentado por una modesta esperanza: el vino aquietaría sus rencores. Ese antiguo arriero del sueño, tan querido para Marcos, desterraría los duros pensamientos. Descorchó la botella y tomó la primera copa con la esperanza de que el sueño apareciera. Pero el conjuro etílico falló, la magia esperada no se produjo; en cambio, la rumiación mental de la que habla Freud, se incrementó con creciente fárrago. Razón por la cual no pudo salirse de aquel laberinto.

El declarante, Marcos Zavaleta prosigue su declaración y manifiesta que comenzó a pensar en las tantas horas que él le había entregado, en las tardes que ella le había arrebatado, en esas tardes en que ella le había ennegrecido el hastío, poblándolo de inútiles consejos, delirantes y bizarros espectáculos. En esas tardes en que él podría simplemente haber compartido un café con un amigo, o haber salido a caminar por el barrio, simplemente caminar un rato por el barrio. En cambio, se había quedado en casa todas esas tardes y muchas otras anteriores, a soportar sus chismes intrascendentes y sus arrebatados comentarios. Todo eso sin tener en cuenta las malas noticias que le prodigaba día a día. Pareciera que se proponía oscurecer totalmente su ya bastante turbia visión del mundo.

Luego de un rato sumido en esas reflexiones, según el compareciente, el calor insoportable de aquella fosa volcánica que era su cocina, lo incitó a ir hacia el balcón. Una suave brisa acariciaba los inmunes edificios. El pasar de un taxi en la profundidad del abismo, apenas hería el silencio nocturno. Mientras balanceaba la copa procurando evadir los escabrosos pensamientos que había elucubrado quizás inconscientemente durante toda la semana, sentía cómo el espíritu del vino le inyectaba resentimientos de todo tipo. Sus estómagos freudianos le devolvían radicales fantasías y en cada momento una secreta voluntad, un insondable pensamiento, insinuaba aquella oscura idea. Contemplaba la heterogénea nebulosa de luces amarillas y celestes de la ciudad, en su silencio estelar. Luego viraba su mirada hacia la habitación, a través del ventanal, veía la desnudez de Guadalupe entre las sábanas un poco húmedas y arrugadas.

Nuevamente, el infame discurso interior (según su propia declaración) llegaría acaso, a arrastrarlo al desquicio. ¿No estaba harto ya de aquel insoportable y ajeno proferir de nuevas aciagas, de ignominiosos intentos de distraerlo de su realidad, para transportarlo hacia una crasa cueva platónica, de la cual era perfectamente inútil cualquier intento de evasión o escape, dada su naturaleza hipnótica? ¿Acaso no estaba cansado ya de la innumerable cantidad de horas que había desperdiciado a su servicio, a su vaga compañía, y que nunca recuperaría? Reconoció que en ese momento estaba comenzando a ser poseído por un impulso extraño y violento. Bebió otra copa cuando un suspiro de rencor y desazón lo invadió. Mordía cada trago. Pensó en retrospectiva y vio que las incalculables ocasiones que él había sido casi su esclavo no sirvieron más que para formarse perjuicios que irían siempre en contra de sí mismo. Rumores incompletos, inconexos y completamente inútiles, mediocres relatos de historias triviales pertenecientes al entorno social que ella le prodigaba diariamente, intentos de seducción de la más baja calaña, infames propuestas bajo unas no menos indecentes y tristes promesas de felicidad y de comodidades burguesas. Y de pronto giraba la cabeza y allí (aún) estaba ella, aliviándose de su largo día de palabrerío y de advertencia. Y no podía decir que la quería porque no la había elegido, porque era su súbdito desde siempre. Pero las palabras volvían con acre irreverencia: otra vez comenzaría al día siguiente otra de sus interminables peroratas caóticas y protocolares, siendo insoportablemente tediosa y gritona, como lo había sido siempre. Y luego volvía a mirar la habitación desde fuera del ventanal, descansando de su fastidioso vómito diurno. Guadalupe se acomodó perezosa en la cama, quizás movida por algún intranquilo sueño. Después, Marcos empujó el último sorbo de vino con la vista en la lejanía, con la vista de quienes no están ya en el mundo de las hipótesis, sino en el mundo de los actos, lejos ya de las suposiciones y de las posibilidades, en el mundo de las acciones, en el mundo de los verdugos.

Entonces, siendo aproximadamente la hora 2:13 de la fecha, Marcos, con magnánimo aplomo, se irguió, arrojó la colilla hacia el vacío, luego entró, decidido y silencioso. Primero la privó absolutamente de energías con un drástico movimiento. Luego la absolvió completamente del ámbito corpóreo y virtual en el que se encontraba. Con sus fuertes brazos la levantó, sintió que no pesaba tanto como parecía. Sin vacilar, la llevó hasta el balcón, con una rodilla se ayudó cuando el balaustre intentó ser el único obstáculo. Finalmente, sin pronunciar palabra, la condenó al vacío y a la nada. Catorce pisos sintieron la ráfaga producida por aquel cuerpo ignorante de su fatal destino. Marcos contempló el fin en el centro de la calle. Finalmente, con siniestra sonrisa, se recostó en el lado izquierdo de la cama. Entonces, sintió en su espalda la fría prueba de aquella aniquilación. Acto seguido, arrojó por el mismo ventanal, el control remoto.

Concluyendo el presente informe, se retiran a sus respectivos domicilios, la señora Marta Eleonora Crespo Ibañez, representante del consorcio del edificio correspondiente al susodicho departamento donde se ocasionara el hecho sujeto de la presente acta, en calidad de testigo ocasional; y el señor Marcos Ramón Zavaleta, finalizando el acto y para constancia, firman al pie y de conformidad, en el día de la fecha consignada."

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