viernes, 22 de julio de 2011

La oferta

El Migue es uno de los parroquianos que toman café y juegan al ajedrez en El Molino, donde trabajo desde hace catorce años. Tiene la cara redonda, ojos de lince urbano y el aplomo del hombre que conoce bien las leyes y las trampas de la calle. Es uno de esos tipos que alardean todo el tiempo mientras juegan al dominó, y luego cuando se burlan de alguien o ganan pequeños desafíos, uno se da cuenta que efectivamente tenían razón, que sus tretas funcionan. El Migue es, según él mismo de llama, un Licenciado en la Universidad de la Calle. Yo, que pasé los primeros años de mi vida en un pueblo en el norte de Catamarca, donde hay más respeto a la hora de hablar y menos tiempo que perder, nunca pude lidiar con sus bromas pesadas, ni con las carcajadas hirientes que provocan en los demás. Es por eso que poco a poco comencé a odiarlo. A odiarlo tan profundamente que muchas veces pensé sacarle los ojos con una cuchara delante de todos los otros fracasados.  Al Migue lo odié durante años. A veces menos, a veces más, pero siempre latía en mi corazón el rencor de haber sido objeto de sus burlas, y el temor de volver a serlo. Me molestaba todo el tiempo, y luego festejaba con tanta alegría, con tanta insistencia, que durante un tiempo pensé en atravesarle el cuello con un palo de billar. 
A veces, cuando yo tenía unos minutos libres, le pedía permiso a don Zacarías para fumar un cigarrillo. Entonces, encendía un Particulares 30 sentado en una banqueta y lo fumaba lo más tranquilamente que podía. Aunque no lo terminara, aunque quedara poco menos de la mitad en el cenicero, esas pitadas me daban ánimos para seguir con el trabajo. Muchas veces el Migue se acercaba por detrás, con una cucharita escondida en una mano. La cucharita guardaba una pequeña gota de café con leche, y cuando yo extendía mi brazo hacia atrás con la vista puesta en el televisor, el Migue vertía esa gota sobre la brasa. Muchas veces sólo él encontraba gracia en esas estupideces. Yo lo sé porque los otros apenas miraban mi estupor al ver el cigarrillo apagado y sonreían fugazmente, luego volvían a sus sesudas partidas de ajedrez, o a arreglar el fútbol del país.
Pero cuando el Migue hablaba de negocios, entonces sí, entonces realmente, me atacaba un envenenamiento, de odio y rencor, de vergüenza ajena, de ganas de romperle una silla en la cabeza. En esas charlas a los gritos, donde él sabía siempre la razón por la cual fulano había quebrado, y las circunstancias exactas en las que floreció el negocio de mengano, mi cerebro se atoraba, como un engranaje roto, resonaba en mi mente la idea de pegarle un bandejazo y decirle en la cara que si tanto sabía sobre negocios, por qué no era él mismo próspero y acomodado, como algunos de los otros cafeteros que recalaban en El Molino. En cambio, el Migue era un mísero comerciante que había llevado a la quiebra varios emprendimientos comerciales en los noventa, desde canchas de Paddle, hasta rotiserías vegetarianas. Todos sabían eso, todos callaban cuando el Migue opinaba elocuentemente sobre si ésta o aquella esquina era un buen punto comercial, haciendo rápidas cuentas sobre cantidad de empleados y alquiler en relación a sus proyecciones de ventas. Porque aunque yo era mozo, además tenía -y aún tengo- en mi casa un almacén que atiendo ayudado por mi señora y los chicos. Yo sí sabía cabalmente (aún lo sé) lo que cuesta mantener un negocio y me irritaba muchísimo que aquel ineficiente, aquel charlatán, aquel mantenido, se esforzara por parecer siempre el más inteligente, el más experimentado de la mesa, instruyendo a los demás sobre el destino de sus dineros. Hablaba de cifras inmensas sin mostrar la menor vergüenza o remordimiento de no poseerlas. De cuánto generaba en utilidades una topadora usada que estaba en oferta a quinientos mil pesos, o una flota de taxis que igualmente estaban lejos de su ínfimo alcance económico. En suma, él sabía todo acerca de todas las formas de volverse millonario sin trabajar demasiado. Y yo vivía amargado en el trabajo porque su presencia diaria me irritaba cada vez más. 
Hasta que una noche de navidad, en casa de unos primos, conocí al señor Zong. Aquella noche habíamos ido con mi esposa y los chicos. Recuerdo que abrimos una botella de sidra en el camino y convidamos al taxista en un vaso de acero inoxidable. El hombre se tomó en el viaje tres vasos de sidra helada, pero igualmente nos cobró la tarifa doble que correspondía porque eran pasadas las diez de la noche. A mi mujer le disgustó mucho ese aumento. Yo pagué sin chistar, era nochebuena.
Una de mis primas anunció durante el brindis que se casaría con el señor Zong en marzo. Llegadas las doce, comimos y bebimos como es costumbre. Después de las doce me senté en la vereda con un vaso grande de vidrio repleto de sidra. En eso llegó el futuro esposo y nos pusimos a conversar. Era un hombre robusto, de piel oscura, manos grandes, con los ojos rasgados. Creo que porque me impactó el tamaño de sus manos le pregunté a qué se dedicaba. El evadió mi pregunta y en su tono de voz noté que hablaba en perfecto argentino. Después hablamos de fútbol y la casualidad de que fuéramos ambos del mismo equipo hizo que siguiéramos hablando casi toda la noche. Así nos hicimos amigos, tanto que después de varias sidras le conté de mis padecimientos en el trabajo con el insoportable, con el irritante Migue. Me dijo que me iba a ayudar. Después seguimos conversando de otras cosas. A lo lejos se escuchaban algunas explosiones tardías de navidad.

Una semana más tarde, entró el señor Zong al Molino. Pidió café como si no me conociera. Se lo serví del mismo modo. Y se sentó en la mesa que está debajo del televisor. Se estuvo callado escuchando las pavadas que a los gritos discutían el Migue y los otros parroquianos durante un rato y luego se fue. Hizo lo mismo durante los días siguientes. Tan profundo era su silencio, tan desinteresada era su mirada, tan ceremonioso su modo de fumar, que los ajedrecistas me preguntaron quien era ese chino que se sentaba bajo el televisor. Por supuesto, les dije que no lo conocía. Los cuarentones se encogieron de hombros y siguieron moviendo las fichas y maltratando el reloj, enfocados en la pasión del tablero.
Pero el Migue no se callaba, continuaba hablando a los gritos de cómo hacer dinero, dónde estaba el gran negocio. Citaba a Marx para básicamente decir que lo que era necesario era tener un buen capital. “Dinero para hacer más dinero” decía. O gritaba: “¡Pero si lo más difícil es hacer el primer millón, después te vas solo!” cuando alguien se animaba a dudar de sus teorías económicas consistentes en estimativos de la diferencia de ganancia que puede generar el helado de dulce de leche frente al de limón y otras especulaciones por el estilo.
Durante esos días el señor Zong lo escuchaba atentamente, mirándolo con firmeza y sin que su rostro esbozara un sólo gesto. Pero Migue, en su actitud ciega, casi no advertía esas sostenidas miradas y seguía con sus discursos a grandes voces, repitiendo siempre la misma idea.
Hasta que una tarde por fin advirtió la presencia del señor Zong. Entonces éste lo llamó y le dijo que tenía un negocio que ofrecerle, que hablaran más tarde en privado y que seguro al Migue, le interesaría. El insoportable elevó bruscamente el rostro, y cambió de humor inmediatamente. Se volvió hacia la mesa donde jugaban al ajedrez y pareció turbado durante los minutos siguientes. Ocultaba su sorpresa, su curiosidad, con una afectada sonrisa y unos extraños buenos modales.
Así permaneció una media hora, mientras el hombre de negro seguía mirando por la ventana en silencio.
Hasta que en un momento se levantó pesadamente y pidió la cuenta. Me dejó buena propina, y salió a la vereda sin siquiera volverse. Pero desde afuera, como acordándose de algo que olvidara, hizo una señal al Migue, llamándolo. El otro salió interesado, mísero, rastrero, a su encuentro.
Afuera mantuvieron una breve charla de pie, luego se sentaron en una de las mesas de la vereda. Al señor Zong le llevé otro café; al Migue, el miserable vaso de soda helada que siempre pedía. 
Ahí se quedaron conversando durante largo rato. Luego el señor Zong se despidió con una brevísima reverencia. Nunca más volvió a pisar El Molino.
Cuando el Migue entró al bar, estaba lívido. Su rostro no era capaz de expresar absolutamente nada. Sus manos se movían lentamente en busca de los cigarrillos palpando con descuido el bolsillo de la camisa y los del pantalón. Su mirada no podía detenerse en el tablero de ajedrez, ni en la mesa de dominó, ni en los ojos desatentos de sus amigos. Me pidió un café cargado y se sentó solo en una mesa en el fondo del salón, cerca de los baños. Pensativo, se demoró una media hora en terminar ese café, mientras llenaba el cenicero de puchos a medio fumar. Luego se levantó y se fue. 
Durante los días siguientes a aquella tarde el Migue seguía igualmente grave, preocupado, sombrío. Los otros parroquianos notaron ese cambio. Alguno le preguntó qué le sucedía. “Nada, nada” contestó el irritante, y se fue al baño rápidamente. Ese drástico cambio en su comportamiento duró un par de semanas; después, paulatinamente volvió a ser el mismo imbécil de siempre. Las chanzas estúpidas, la voz de latón, volvieron y también volvió a hablar de los posibles negocios millonarios que sólo él conocía.

En marzo, en el casamiento de mi prima me volví a encontrar con el señor Zong. Hacia el final de la fiesta nos pusimos a conversar en privado en el jardín, lejos de la música. Ambos teníamos una copa de vino en una mano y un cigarrillo en la otra. Allí me contó brevemente aquella conversación que tuvo con el Migue. Le dijo que él trabajaba para una importante organización del Asia y que durante esas tardes que pasó sentado en la mesa de debajo del televisor, había escuchado, por pura casualidad, los acertados puntos de vista del Migue respecto de los negocios y la economía. Para el señor Zong, era evidente que el Migue conocía a la perfección la naturaleza del dinero y las condiciones necesarias para generarlo rápida y fácilmente. Le dijo también que tenía una oferta para hacerle, ya que era él, el Migue, el hombre indicado para tomarla y aprovecharla. La oferta consistía en un préstamo de dos millones de pesos. Efectivamente, era el equivalente al valor de cuatro topadoras usadas, o a una flota de unos cuarenta taxis cero kilómetro. El préstamo tenía, por razones del origen espurio del dinero, ciertos beneficios, entre los cuales resaltaba el hecho de carecer totalmente de interés y un plazo a pagar de ocho años. Es decir, no pagaba intereses y tenía ocho años para devolver los dos millones. Con lo cual, le sería sumamente rentable y saldría disparado hacia la clase alta en poco tiempo. Era, en fin, una gran oportunidad de salir de una vez por todas de la miseria de los pequeños negocios fracasados por falta de capital. Por otra parte no era necesario firmar absolutamente nada, ni justificar ingresos ni estados impositivos al día, ni ninguno de esos complejos requerimientos con que habitualmente los bancos desaniman a sus deudores. Eso sí, la garantía era su vida y la de su familia. Si no devolvía el importe en tiempo y forma, las consecuencias recaerían sobre todos ellos. Simple, rápido, fácil, verdadero, así era el préstamo que le ofrecía la Mafia China.
Hoy el Migue sigue viniendo a El Molino. Igual que siempre, sigue vociferando a todo volumen sus capacidades de predicción de oportunidades en materia de negocios, su sabiduría de la calle, de la vida, de los emprendimientos altamente rentables que esconde la ciudad y que los otros no aprovechan porque no se despiertan de una vez por todas. A veces, cuando está poseído por ese furor imaginativo, estadístico, contable, me llama para jugarme alguna de sus grotescas bromas. En esas ocasiones, por un momento, me mira a los ojos. Y yo veo en su mirada alegre, maligna, sus infantiles intenciones. Entonces, le digo casi con placer porque ya no lo odio, le digo casi con piedad: Sí señor Miguel, a la orden.