domingo, 23 de enero de 2011

Cuento
TODOS LOS CUENTOS
MARCOS AGUINIS
(Sudamericana - Buenos Aires)

Julio Cortázar postuló alguna vez que un buen cuento es como un enfrentamiento entre boxeadores, en el que, cuando hay arte, el escritor gana por knock out. Pero ese golpe definitivo no está solamente en el final del texto, ni en el uso de las palabras como abalorios de una anécdota, sino en la sutil emboscada, en la ausencia de elementos meramente decorativos, en lo que hay de fantástico o de esencialmente humano en los personajes, en la inteligencia de la trampa que tiende el escritor sobre las capacidades predictivas del lector.
Así, el último libro del prolífico y exitoso Marcos Aguinis, aparece como un contraejemplo de esa teoría. Abundante en metáforas y en sinónimos, el libro parece remedar estilos consolidados por otros escritores con igual o menos erudición pero con más personalidad.
Unas veces creemos estar leyendo a Borges, o a algún famélico imitador de su abrumador ingenio; otras, al más innovador Saramago, pero siempre tenemos esa sensación de desgano, de exposición forzada, de etiqueta, acaso incitada por el prólogo de un escritor que se niega a ejercer, por lo menos, la falsa modestia.
El uso del humor merece otra mención: un niño, un cachorro, un borracho, nos parecen graciosos porque muestran sus falencias con seriedad, sin ánimos de parecer hilarantes. Lo anterior es diametralmente opuesto a lo que sucede en cuentos como Operativo siesta o en Los tres informes del continente vacío.
Resulta impactante además, el amplio uso del léxico y de ciertos recursos típicamente literarios, tales como clichés cinematográficos y metonimias usuales. Los discursos varían bastante entre cuento y cuento, en alguno aparece el saber del reputado neurocirujano; en otros, la voz solapada del hombre de campo. Todos son siempre fríamente estudiados, siempre excesivamente "literatos", en el sentido más chato de la palabra.
Un caso de literatura formal, correcta, esquemática y previsible es lo que espera al lector en este producto literario.
© LA GACETA

domingo, 16 de enero de 2011

En la vereda

El reloj acaba de dar las siete de la mañana, el sol tenue de julio comienza a pintar de leve ámbar las casas bajas del pueblo. Las descascaradas paredes y las cerradas copas de los árboles de la vereda, devuelven un pálido reflejo sobre el rostro de Nélida. Ella barre la vereda, con paciencia, baldosa por baldosa, pequeñas hojas de naranjo agrio y un poco de polvo y de papelitos que dejó el día anterior, todo eso barre Nélida hacia el cordón cuneta. Nélida barre la vereda y lo hace en silencio, con devoción, con extrema lentitud y prolijidad, barre los papelitos suavemente, los arrea hasta ese pequeño montículo que hizo en el cordón cuneta, depositando cada carga de tierra y hojas y papeles con gesto sereno, como si lo allí dejado no pudiera volver a subirse ante la menor brisa causada por un vehículo al pasar.
Nélida barre la vereda. Sabe que mientras más tiempo tarde en esa ritual tarea, menos tiempo deberá permanecer en la caliente y sofocada cocina de su casa. Allí Juanjo, su esposo, con la taza de café en una mano y una tajada de pan en la otra, desayuna con la mirada perdida en una grieta de la pared, cerca de la ventana, donde despierta una pequeña araña. Juanjo no piensa en la araña ancestral que teje su laboriosa trampa, ni piensa en la grieta que quizás se deba a un caño roto de la cocina. Juanjo sólo desayuna y al terminar, saldrá como todos los días, en su gastado traje de obrero raso, de simple operario, hacia la fábrica. Y Nélida lo despedirá en la puerta de casa, mientras barre la vereda.
Nélida barre, pensativa, paciente. Los chicos aún duermen, los tres en la misma habitación. Los tres se levantaran a su tiempo, con la misma pereza cotidiana, cuando ella los llame, como siempre, primero dulcemente y luego a los gritos. Nélida lo sabe, sabe que no querrán levantarse, que dirán cosas absurdas en sueños, y que sus gritos serán una máscara de enfado. En tanto, Juanjo sale de casa, cruza la puerta rumbo a la esquina donde subirá al ómnibus que lo traslada a la fábrica, en la puerta saluda a Nélida, que barre la vereda.
-Chau.
-Chau.
El aire matinal proyecta un velo traslúcido en cada exhalación de Nélida, el aire matinal está más frío porque ha salido el Sol de invierno en el pueblo y en Argentina. Y Nélida recuerda. Recuerda no muchos años atrás, cuando sus hijos eran pequeños, y su hermano, Rubén, para ayudarla, le instaló en ese cuarto que daba a la calle, un pequeño negocio de servicio de Internet, que fue un Cíber más en el auge tecnológico de aquellos tiempos. Recuerda las amarillentas computadoras que lo integraban, y las tardes en que ella atendía a los variopintos clientes de su modesta empresa: desde los púberes del barrio que jugaban a ser asesinos y gritaban permanentemente en el estrecho saloncito, hasta las señoras perfumadas que querían enviar un e-mail a su hijo exiliado del país por la crisis económica.
Nélida recuerda todo eso mientras barre la vereda, mientras sacude la escoba contra el árbol de naranjas agrias que, estúpidamente según ella, plantan las municipalidades en su provincia criolla, pues son árboles horribles, de poca sombra y frutos amargos, nada comparables a los elegantes plátanos que tapizan las veredas de Madrid. Nélida barre la vereda mientras recuerda aquel año en que atendía el Cíber que le instaló su hermano con el aguinaldo más unos pesos ahorrados que tenía. Oye un ruido en la cocina, es su hijo mayor, calentando el café, pronto saldrá rumbo a su trabajo, pedaleando alegremente hacia el almacén de don Genaro.
- Chau mamá, ¿te traigo algo?
- Si, un kilo de harina y cincuenta de levadura, decíle que me lo anote.
- Bueno, chau.
- Chau.
Nélida barre y recuerda. Recuerda aquel año en que apurados por la situación económica, y alentados por una mísera esperanza, hicieron ese esfuerzo grandísimo y pusieron el cíber-café en la piecita de adelante. Recuerda con que amable prestancia despachaba a los clientes:
-Hola señora Nelly ¿tiene máquina?
-Hola Brian, sí, sentáte en la cuatro… ¿tiempo libre?
-No, déme media hora.—decía el niño, mientras se sentaba, dando sutiles golpecitos a las teclas y manejando el mouse con una destreza que parecía innata.
Nélida, con la escoba en una mano, atisbando la neblina que se disipa en la calle, recuerda ese año en que su hermano le puso el negocito de seis viejas computadoras para paliar la situación de aquel año en que se le venció la pensión. Y recuerda también aquella mañana en que conversó por primera vez con Esteban, ese españolito loco que la hacía reír con las galanterías que escribía por internet, por esa entelequia fantasmal y comunicativa llamada Messenger.
Recuerda cuando, ante la mirada indiferente de Juanjo, se vestía casi de gala a las cuatro de la tarde para atender el negocio, para lucirse por la web-cam con Esteban. Recuerda aquel vestido escotado, aquellos pendientes cubanos, los zapatos de taco perfume, el excesivo maquillaje, las ganas locas de charlar mediante un teclado y una pantalla, con ese galleguito galante, locuaz, ingenioso, que se llamaba Esteban.
Nélida sostiene la escoba y recuerda. Aquello no ocurrió mucho tiempo atrás, apenas hace dos años, pero a ella le parece haberlo vivido siglos atrás. Se estremece, y se sostiene del naranjo agrio que tanto odia, porque recuerda lo que hizo por aquel españolito enamorado. Recuerda, incrédula, aquella tarde de invierno en que fue secretamente a la oficina de correo a buscar el pasaje que le enviaba su Quijote de la Mancha, como lo llamaba a pesar de no haber leído siquiera una página del famoso libro de Cervantes. Recuerda vagamente los intrincados trámites de adquisición del pasaporte, las horas de viaje a Buenos Aires; recuerda el silencio que guardara hasta el último momento, las ganas terribles de llorar pero también de reír, de romper todos los platos, que le provocaba aquella decisión. Nélida barre la vereda y recuerda, recuerda el preciso momento en que llamó por teléfono desde Ezeiza, antes de abordar un increíble avión, entre desconocidos e indiferentes pasajeros. Recuerda cuando llegó y Esteban la recibió, alegre, extraño, exaltado. Pronto la envolvió con lisonjas y modestos regalitos que eran todo para Nélida. Recuerda aquella loca aventura de ser joven nuevamente, y dejar todo y ser mujer, en los brazos de Esteban, en las calles de Madrid, en la Cuesta de San Vicente, en el Estanque del retiro, esos besos y esas borracheras diurnas con vino tinto y hoteles baratos, en aquel caliente laberinto que era Madrid aquel verano.
Nélida barre la vereda y recuerda, en silencio, con postura sacrosanta de vitral bizantino, aquella miserable existencia sudaca que hubo de sufrir luego de que Esteban desapareciera una mañana. Recuerda la simple nota que le dejara comunicándole que él tenía familia en Barcelona, que no se molestara en buscarlo, que habían sido los dos meses más maravillosos de su vida pero que era necesario ese fin.
Nélida barre y recuerda el hambre y la desesperación, la incertidumbre suprema en aquella pensión que consiguió, aquellas largas horas de trabajo para volver, de trabajo cruel que por el mísero dinero ejerció. Recuerda las largas llamadas a Argentina, los interminables perdones y culpas que se repartían con Juanjo, que lloraba sin fin. Recuerda finalmente el día que pudo regresar, cuando subió al avión sin un centavo, con la desesperanza de rehacer su vida moral en el pueblo, su imagen en el barrio, extrañando a su marido y a sus hijos. Recuerda parte del viaje de vuelta, y recuerda cuando su hermano la trajo desde Buenos Aires a este mismo pueblo, a esta misma casa cuya vereda ahora barre. Ahora Nélida aleja su mano del árbol, sonríe levemente. Luego entra a la casa y cierra la puerta.

CD
16-7-08