jueves, 3 de enero de 2013

El otro muchacho


    Esto me pasó en mi pueblo natal allá por los noventa. Ocurrió durante un mes de enero, a la siesta, cuando el sol agrieta las calles y la gente se ha ido de vacaciones o están ocultos en sus habitaciones, protegidos por los acondicionadores de aire, que gotean la transpiración en la veredas.
    Yo tendría diecinueve años y para no aburrirme en mi casa, caminaba dos cuadras y pasaba un rato con Fancio, un amigo que atendía la heladería de su tío. Fancio tenia buen carácter, era esa clase de tipos que tienen mucha paciencia y que conversan apaciblemente con las señoras mayores. Era uno de esos muchachos cuya conducta trasluce madurez y sueñan con el mérito del trabajo de hormiga, con la casa propia y la familia bien constituida y que creen en los beneficios del sudor de la frente. En cuanto a mí, casi cualquier charla con viejos me impacienta en demasía, porque ya ves venir cada conclusión que casi siempre es conservadora e intolerante. La mayoría de los viejos quieren que escuchen su verdad, no encontrarla mediante el diálogo.
    En fin, casi todas las siestas me pasaba un par de horas en la heladería junto a Fancio, charlando sobre fútbol o aconteceres del barrio, mientras mirábamos a las pocas chicas que quedaban en el pueblo, que pasaban muy bronceadas, de minifaldas, exhibiendo coloridas tiritas de bikinis sus los gráciles cuellos.
    Cuando teníamos suerte, alguna de esas muchachas entraba a la heladería y se quedaba a conversar, disfrutando de su conito de dulce de leche y crema del cielo, al cobijo del aire acondicionado.
    Pero por lo general, nadie entraba en la heladería en aquellas largas y desiertas horas de la siesta. Esa quietud nos permitía hacer una partida de ajedrez o de naipes. Casi siempre era así.
    Un día, llego con mi paso cansino a la heladería y mi amigo Fancio me pide, con un gesto de urgencia, secándose el sudor frío de la frente, que me quede despachando helado. Me dijo:
    -Eh... Cesario, menos mal que viniste. Hacéme un favor, quedáte en la heladería un rato que yo voy al baño. Me hizo muy mal la sandía, me parece. Si viene alguien decile que espere o atendélo vos.
    Y sin esperar respuesta, se fue corriendo hacia el fondo de local.
    Yo, que nunca había atendido un negocio, ni mucho menos servido un helado, me encogí de hombros y encendí un Phillip Morris mientras miraba vagamente la televisión.
    Pero inmediatamente entró una señora. Era una señora petisa, morena y tristemente teñida, de unos cincuenta y pico o sesenta y chirola de años, que hablaba a los gritos en esa tonada bonaerense que articula eses caprichosas en palabras como “nasta” o “arquitestura”.
    La señora entró al salón con ese irritable optimismo que tienen algunas viejas, esas que se maravillan por todo pero que al mismo tiempo uno intuye que lo están sobrando o que están pensando en otra cosa. O que en realidad les importa muy poco lo que uno opine mientras consigan su, muchas veces, mísero propósito. Su único fin es sacar un descuento o un ínfimo  provecho de lo que fuera. 
    Una vez que la señora estuvo dentro, cerró la puerta y dijo:
    -¡Ay qué lindo está aquí adentro... afuera hace un calor!
    -Buenas señora, cierre la puerta por favor. Qué necesita- pregunté con forzada cortesía.
    -¡Ay que calor que hace afuera, qué calor! A ver nene, dame un cucurucho de esos dulces y bien crocantes de...- la señora miraba la pizarra con los sabores, apuntando vagamente con el dedo índice.
    Entonces me dí cuenta de que yo nunca había despachado en una heladería, aún así, la idea me pareció de simple ejecución. ¿Qué complicación podría haber en poner dos bochas en un cucurucho y cobrar dos pesos? De todos modos le expliqué a la respetable señora que yo no trabajaba allí y que esperara a que vuelva del fondo mi amigo el heladero.

    -No hay problema, vendémelo vos al heladito- dijo la, ya entonces, irritante mujer en cuyos ademanes creí reconocer un atávico talento rompebolas.
    -Pero... ¿señora, por qué no espera un poco?... ya se desocupa el muchacho, está acomodando unas cajas en el fondo- dije siguiendo una sana costumbre: evadir la labor de otro.
    -No, nene, servime vos no más. Quiero un cucurucho dulce de chocolate y dulce de leche granizado.- me apuró la veterana ya apostada en el mostrador.
    Y bueno... pensé, esta vieja cuanto menos tiempo me hable y la tenga enfrente, mejor. Yo le sirvo el helado y listo.
    Me incroporé, y me dirigí alegremente hacia la parte de atrás del mostrador.(Yo estaba sentado en el hall, junto al televisor.)
    Tomé un cucurucho dulce y apareció la primera complicación: no sabía en qué lugar estaban esos sabores. Comencé a levantar una por una las tapas de acero inoxidable. Encontré el chocolate y traté de hundirle la cuchara, pero esos helados de La Montevideana eran durísimos. Entonces aumenté el esfuerzo y logré sacar una capa chata de la deliciosa sustancia. Cuando traté de incrustarla en el cucurucho, éste se fragmentó, poniendo en evidencia mi falta de pericia. La vieja dio su primera arremetida:
    -El otro muchacho no rompe los cucuruchos así. ¿seguro que no puede atenderme él?- dijo.
    Esa última frase tuvo el efecto de encabronarme rápidamente. Ella misma me había insistido para que yo la despachara y ahora pedía por el heladero, afectando mi orgullo de comedido. Le respondí lo más respetuosamente posible:
    -Señora, el otro muchacho está en el fondo acomodando unas cajas con mercadería, ya le dije, y se va a demorar.
    -Bueno servíme vos, nene, pero mirá que el otro muchacho me sirve mucho helado... ¿no?
    -Sí señora, no se preocupe ya le cambio el cucurucho y le sirvo un helado más grande.- prounucié recuperando una pizca de paciencia.
    Entonces saqué otro cucurucho dulce crocante y comencé a darle con la cuchara al balde de chocolate. Con doble esfuerzo logré poner unas cucharadas en el crujiente cono, tratando de aprovechar la geometría del cucurucho contra la fuerza que le imponía con la cuchara y el pétreo helado.
    Con gran esfuerzo logré poner la porción de chocolate, sólo faltaba la de dulce de leche y se acabaría esa laboral situación.
    Pero cuando terminé de estabilizar la primera porción de dulce de leche, la vieja cambió de opinión.
    -Ah! ya le pusiste dul...
    -Sí, señora. ¿por...?- Entré como por un caño.
    -Ah es que me parece que no quiero dulce de leche, quiero granizado. Sí, mejor ponele granizado. Y bastante ¿eh? Mirá que el otro muchacho me sirve mucho ¿eh?
    -Bueno, señora.- dije y me dispuse a sacar del cucurucho el poco de dulce de leche que ya había servido y no sabía bien donde tirarlo, me parecía antihigiénico colocarlo nuevamente en el balde. Además, tenía ganas de comerme yo mismo esa cucharada. Finalmente decidí colocarlo en esa taza medio roñosa con un agua turbia donde se dejan en remojo las cucharas en las heladerías. La vieja se puso impaciente y empezó a decir con más insistencia.
    -Y el otro muchacho... ¿seguro que no puede atenderme él? El me sirve más helado y más prolijo que eso que me estás dando.
    -Señora quédese tranquila, el otro muchacho está acomodando unas cajas en el fondo, ya se lo dije. No puede venir. Yo le voy a servir más helado, no se preocupe.
    Una gota de sudor corría por mi sien izquierda. Me impacientaba demasiado el hecho de que el granizado estaba más duro aún que el chocolate. Y ya mis esfuerzos porque el helado resultante tuviera cierta admisible rigidez estructural se esfumaban en vistas de cómo venía quedando el relleno del cucurucho. Era un torre amorfa y caótica de helado sobre un cucurucho que se comenzaba a mojar por el tiempo que llevaba preparándolo. 
    -Fijate que el otro muchacho me sirve mejor el helado, por qué no le decís que venga... eh?- preguntó nuevamente la insoportable mujer, causando la primera escalada de intolerancia en mi ser.
    -Señora, el otro muchacho está ocupado, se lo dije. ¿Ahí le parece bien o le pongo más granizado?
    Cuando dije lo último, sentí ganas de que apareciera Fancio, mi amigo, desde el fondo, le sirviera su helado, y yo librarme de la insistente y tediosa señora.
    -Ay... qué es eso, no tiene forma de helado. Pero sí, ponéle más granizado, más, como me sirve el otro muchacho...
    Entonces, serví una cucharada más generosa que las anteriores dando al helado una consistencia vibrante, característica de ciertas formaciones que ejecutan los acróbatas chinos. Y mentalmente me dije que no quería escuchar nunca jamás esa frase: el otro muchacho.
    Entonces le entregué el helado y me pagó con lo justo: un billete de dos pesos un poco arrugado y húmedo.
    Acto seguido, la enervante mujer dijo lo que no tenía que haber dicho:
    -El otro muchacho me sirve un poco más y mejor el helado ¿estás seguro que no puede despacharme él, estás seguro, el otro muchacho...
    --¡Señora, el otro muchacho está cagando... por eso no puede venir él!- dije levantando un poco la voz y gesticulando con las manos el gesto de estar completamente hinchado las pelotas.
    -¡Ay pero qué atrevido, qué guarango, no hace falta que me digas eso, nene. Qué guarango!
    La vieja ganó la puerta y se fue.
    Luego mi amigo regresó del gabinete higiénico, esbozando una liviana sonrisa y trazando círculos con su mano en sus redondos abdominales.
    -¿No sabés, era Godzilla?- me dijo.
    Luego le relaté lo que acababa de suceder y me confirmó que conocía a esa señora. Qué era insoportable y que iba casi todos los días. Me pareció un exceso que justamente a él, ejemplo de paciencia, le pareciese insoportable.
    Luego intentamos iniciar una partida de ajedrez pero tuvimos una desafortunada interrupción.
    !Dónde está, cual de éstos es!- dijo a los gritos un homínido de unos cincuenta años con naríz de boxeador que irrumpió violentamente en el salón.
    -Ese es... ese es- La vieja me apuntaba con la cucharita de plástico mientras se le derretía el último resto de chocolate en el cucurucho.- ¡Ese es el irrespetuoso, ese es!
    Afortunadamente, mi situación espacial en la heladería me permitió deslizarme detrás del mostrador con rapidez, haciendo gala de mi cobardía (completamente justificada a juzgar por la contextura física del marido) mientras con mi mano derecha tomé una botella de Coca-Cola de 350 cc de uno de los cajones que allí había.
    Mi amigo Fancio cogió una escoba grasienta y la esgrimió ante el ofendido esposo, y de pronto recordé esas escenas en los circos cuando el domador toma una silla para mantener a distancia las fieras.
    El tipo pronunciaba variopintas injurias, al tiempo que hacía el ademán de querer pasar por sobre el mostrador y arrancarme el corazón del pecho, bañarlo en chocolate y comérselo furioso.
    Fancio continuaba, escoba en mano, con su gesto circense. La vieja me miraba con ojos de relámpago y de vez en cuando, entre insultos y calificativos, se comía una cucharadita más de su ya agonizante heladito.
    Finalmente, el esposo profirió una infinidad de amenazas y promesas de muerte. Luego se fueron y nos quedamos con mi amigo un rato en silencio. Después nos comenzamos a reír mucho y, más tarde, empezamos una partida de ajedrez que terminé ganando con un hermoso mate de alfil y caballo.